Armas químicas: Del gas mostaza al terrorismo casero

El Estado Islámico está buscando la manera de dar el penúltimo paso en su barbarie: el uso de armas biológicas. La ONU prohibió su utilización por el daño indiscriminado que causa en la población. La historia de este armamento se remonta a la misma concepción de la guerra como aniquilación.

Las primeras referencias que se tienen al respecto son el empleo de azufre y el envenenamiento de ríos y fuentes, como se hacía en Asiria, la antigua Grecia y Roma, o con la propagación de enfermedades. La peste era la más devastadora, y el efecto psicológico era terrible por su rapidez: se propagaba con la contaminación del agua o con el lanzamiento de cadáveres infectados a las ciudades sitiadas, como hicieron los mongoles en el sitio de Kaffa (la actual Feodosia, en Crimea) en el año 1346.

Los huidos de Kaffa infectaron las poblaciones de Constantinopla, Sicilia y Génova, y de ahí al resto de Europa. Se calcula que murieron 25 millones de personas. Todavía en el siglo XVIII los ejércitos ruso y turco usaban esta técnica, y se cuenta que en 1763 un comandante británico envió mantas infectadas con viruela a los indios de Ohio.

El desarrollo de la teoría microbiana de las enfermedades en el XIX lo cambió todo: aislando el virus se podía utilizar contra el enemigo. La investigación de los efectos de elementos químicos en la guerra fue a la par. La primera vez que se utilizó un arma química fue en Ypres (Bélgica), el 22 de abril de 1915, donde se liberaron 168 toneladas métricas de cloro que el viento llevó a las tropas francesas. La nube tóxica de color gris verdoso envolvió a los soldados. Murieron unos 5.000.

El Protocolo de Ginebra, firmado en 1925, prohibió el uso de armas bacteriológicas y químicas, aunque no impidió su producción ni la investigación. Durante la II Guerra Mundial algunos de los países beligerantes, como Alemania, Reino Unido, la URSS y Estados Unidos, poseían estas armas, aunque fue Japón el único en utilizarlas. Los japoneses, en especial la Unidad 731, infectaron con tuberculosis, difteria, ántrax, cólera o viruela a sus enemigos chinos y coreanos.

Los gobiernos británico, canadiense y norteamericano trabajaron el ántrax y la peste bubónica, pero nunca las emplearon en el conflicto, y siguieron la investigación hasta 1969. Aquel año, Nixon, renunció de forma unilateral a la guerra biológica. La URSS se dedicó a preparar la lepra, la peste y otros agentes biológicos y químicos bajo el control del KGB en una línea que nunca abandonaron.

El miedo a la guerra provocó que en 1972 se firmara una convención para prohibir el desarrollo, producción y la compra-venta de este tipo de armamento. No obstante, un escape de ántrax en las instalaciones soviéticas en 1979 produjo 500 víctimas. Esto llevó a nuevas conversaciones que no han impedido las investigaciones, la producción y el tráfico, especialmente entre Estados fallidos y grupos terroristas. Sadam Husein las utilizó contra la población kurda en 1988.

En 2001 se desató en EE UU una oleada de pánico por 18 ataques con ántrax disimulados en simples cartas. Murieron cinco personas. Era el inicio del «bioterrorismo», una nueva forma de guerra que no requiere grandes inversiones ni tener a un Estado detrás. Ya no es preciso catapultar cadáveres con peste, propagar pulgas infectadas a las ciudades sitiadas, ni bombardear las trincheras enemigas, sino un simple aerosol. Es el método más fácil porque permite una dispersión silenciosa y una eficiencia mayor en la infección y contagio.

Sin embargo, el alcance es más limitado que en la Edad Media o que en 1915, ya que la mayoría de las bacterias pueden ser tratadas con antibióticos, siempre y cuando se identifique al organismo. Además, los servicios policiales y médicos están preparados para responder a un ataque bioterrorista desde que en 1995 el grupo Aum Shinrikyo realizó varios atentados en el metro de Tokio con gas sarín.

Fuente: La Razón

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