De seguir los CDR cortando carreteras, la motocicleta va pronto a convertirse en la herramienta principal del periodismo en Cataluña. Permite esquivar los grandes atascos que provocan las acciones de los defensores de la república y desplazarte rápido de un lugar a otro para ver cómo están las cosas a pie de calle. Uno puede plantarse por la mañana al norte de Gerona, concretamente en Sant Julià de Ramis, donde el presidente regional conmemora el simulacro de referéndum de hace un año. Aparco el vehículo lejos de la concentración y me acerco a pie. Lo primero que llama la atención visualmente es la abundancia de barretinas. Para quien desconozca Cataluña y su arqueología indumentaria cabe explicar que la barretina es un cubrecabezas rústico, propio del siglo dieciocho, de color rojo sangre, que ni resulta muy práctico como protección, ni favorece estéticamente a quien lo usa. Hacía tiempo que no se veían por la calle, fuera de las fiestas folklóricas de algún pueblo, acompañadas de jocosos tiros al aire con viejos trabucos. La noticia prodigiosa es que, no se lo pierdan, el presidente regional ha decidido acompañarse con esos mismos trabucos. Las lágrimas provocadas por el ataque de risa me impidieron verlo, pero pude escuchar perfectamente sus palabras: un discurso sin historia con retórica de pecho inflado, como de alcalde de pedanía en una película de Berlanga. Visto que allí no se encontraba la Cataluña real sino una teatralización política de escenografía romántica, decidí que en menos de dos horas, circulando por la autopista AP 7, me podía plantar en Tarragona para ver cómo iban las cosas en la otra punta. Es lo que tiene Cataluña, que como país es pequeño. Tras un rato de viaje empezaron los atascos. Sorteando a los contribuyentes atrapados en sus cajas de cuatro ruedas pude llegar hasta el origen del embotellamiento: un montón de neumáticos apilados en el centro de la vía por los CDR. En pequeños detalles se notaba la diferencia con hace un año. Esta vez no les habían prendido fuego y el corte de tráfico, aunque igual de entorpecedor, era visualmente menos apocalíptico. Lo defendían chavales jóvenes vestidos con bermudas, camiseta y mochila. Una parte de ellos usaba también sudaderas y les hacía ilusión enmascararse. El modo de relacionarse con la policía regional también había cambiado con respecto a hace un año; diríamos que se observaban de reojo. La policía regional hacía una tarea como de asistente social, sin sangre en las venas, más parecida a dar apoyo psicológico a los conductores cabreados que a tomar ninguna iniciativa para despejar la vía pública. Entre los conductores la opinión general era de fastidio. No se veían muchas caras alegres. Más bien semblantes como los que se ven cuando has lavado el coche y le da por llover. La opinión general era que todo esto más bien perjudica a los propios catalanes y que a ver cuando acaba tanta tontería. Desplazándome poco a poco en primera, pude colarme por el arcén sin que nadie me dijera nada. Únicamente, cuando ya los dejaba atrás, un adolescente encapuchado cuyo sprint no podía competir en ningún modo con la aceleración de mi bicilíndrico me gritó: «¡¡Provocador, provocador!!».
En resumen, la vida peatonal en la región fue como siempre, de normalidad absoluta, salvo en lugares muy concretos en que los CDR intentaban complicar la vida a sus conciudadanos. Y, por supuesto, lo único fuera de lo corriente resultó ser la aparición de los trabucos como elemento disuasorio. O sea, volver al ariete y la catapulta en la época de los bombarderos invisibles. Vaya idea.
Fuente: La Razón