Brasil ha salido de la recesión, pero no de la crisis. Es algo que millones de brasileños tendrán en cuenta a la hora de votar el domingo en las presidenciales en las que se miden dos modelos económicos claramente diferentes. El desempleo está en niveles de récord, con casi 13 millones de parados, algo calamitoso para un país que en 2010 crecía al 7% y coqueteaba con la idea del pleno empleo. Los economistas hablan de la peor recesión en un siglo después de que entre 2015 y 2016 el país perdiera un 7% del Producto Interior Bruto.
El déficit fiscal se sitúa en el 7% y la deuda pública ha pasado del 50% al 77% en apenas tres años. Con todo, hay datos positivos. La inflación disminuyó desde el 10% hace tres años al 4%. Más allá de las cifras, los brasileños tienen la sensación de que lo malo no ha pasado. Jair Bolsonaro, el candidato de extrema derecha, ha prometido reformas liberalizadoras y la privatización de empresas públicas.
Como lamenta a LA RAZÓN Alexandre Schwartsman, ex director de Asuntos Internacionales del Banco Central de Brasil, «las cuentas públicas siguen siendo vulnerables y las reformas necesarias para remediar el desequilibrio fiscal no se han hecho ni se han discutido durante la campaña».
Existe cierto optimismo en los mercados financieros y los empresarios ante la perspectiva de una victoria de Bolsonaro. «Esto ayuda, pero lo que determinará la capacidad de crecer a un ritmo más vigoroso será el avance de la agenda de reformas, principalmente la de pensiones y la tributaria. Si no hay progreso en estos temas, el peso del desequilibrio fiscal se hará sentir en el riesgo-país y tendrá efectos negativos sobre la inversión y el crecimiento», añade el economista Schwartsman.
La necesidad de reformas económicas es ya un axioma defendido por la mayoría de analistas. «La economía brasileña tiene retos muy ambiciosos. Está el déficit público, pero también la reducción de un aparato estatal muy grande, caro e ineficiente. Aquí es donde entran la reforma de las pensiones y los programas sociales», asegura Paulo Sotero, director del Instituto Brasil del Wilson Center.
Paulo Guedes, el gurú económico de Bolsonaro, considera que «la expansión del gasto público en los últimos 30 años ha corrompido la democracia y ha estancado la economía». Desde el equipo de Fernando Haddad, candidato del Partido de los Trabajadores, aseguran que esas políticas expansivas, encarnadas en los programas «Hambre Cero» y «Bolsa Familia» implementados por Lula da Silva al llegar a la Presidencia en 2003, ayudaron a más de 30 millones de brasileños a salir de la pobreza extrema en el país. Con la recesión, buena parte de ese segmento frágil de la población ha vuelto a retroceder cayendo de nuevo en la pobreza.
En 2016, el liberal conservador Michel Temer asumió la Presidencia, tras la abrupta destitución de la izquierdista Dilma Rousseff, e impuso una política de austeridad, aprobando un techo de gasto social para los próximos veinte años y una reforma laboral que dieron lugar a dos huelgas generales.
Si gana Bolsonaro, como indican todas las encuestas, se pondrá a prueba una vez más la capacidad de resistencia de los brasileños. La reforma de las pensiones impulsada por Temer (el gasto en esta partida es del 13% del PIB) fue paralizada por el Congreso, pero una victoria rotunda del candidato de extrema derecha puede reabrir este proyecto.
Haddad, del PT, ha dicho que ahondará en la redistribución de la riqueza e impulsará una reforma tributaria más progresiva y más inversiones en infraestructuras. Pero ninguno de los dos ha detallado cuáles serán sus recetas para reducir el déficit.
Brasil es un país de tradición estatista, asegura Sotero. «Es algo que empezó con el presidente Getulio Vargas y siguió con la dictadura militar. Bolsonaro ha dicho que no sabe nada de economía y ha tenido que recurrir a Paulo Guedes, un economista de la escuela de Chicago, para congraciarse con los mercados». A pesar de la austeridad y de la pérdida de empleos, parece que la clave del voto no estará enfocada en los bolsillos de la gente. «Estas elecciones no han sido sobre economía, sino sobre corrupción y los valores de la sociedad. El debate está siendo en torno a los condimentos que hay en la mesa, pero no sobre los alimentos que vamos a comer», sentencia Schwartsman.
Fuente: La Razón