Los paladares están hechos de lo viajado y probado. Aunque todos somos, a escala mayor o menor, amantes de las escapadas gastronómicas en busca de los establecimientos singulares, hay jornadas en las que el gusto habla con afectos y emociones por la experiencia vivida.
En el preámbulo del viaje el anfitrión del encuentro, Miguel Lucas, como capitán de la montería gastronómica nos predispone hacia la hoja de ruta con suma empatía, fruto de los mensajes de información privilegiada, que surgen durante la tertulia improvisada en el interior del coche.
El «gps» que proporciona la latitud hostelera ideal y la longitud culinaria deseada se vuelve inestable y nos desplaza hacia el centro de Jumilla. El avituallamiento previo, en forma de aperitivo, acumula indicios para interpretar que todo lo que nuestro capitán hace y deshace obedece a buscar la plena satisfacción. Las lajas de jamón ibérico verifican su porqué. Estamos en La Veta (C/Colón, 1), donde tiene sus dominios el campeón nacional de corte de jamón ibérico en 2016, Pablo Martínez. Visita obligada.
Hay sobremesas que nacen con el destino escrito. El menú tiene a favor la voz autorizada de los «cazatesoros» culinarios, a los que acompaño como ojeador y veteranos gastrónomos con empaque «gourmet» fruto de sus múltiples safaris hosteleros.
Iniciamos una batida, seguimos el rastro, en pleno Valle del Carche, en busca de una pieza de referencia conocida bajo el nombre de Cien Restaurante, (Carretera de Casas del Carche número 4), ubicado en una centenaria bodega jumillana situada a los pies de la Sierra.
Transitado el camino desde Valencia, en cerca de cien minutos puerta a puerta, que casualidad, nos entregamos a la bulla gustativa. Hechas las presentaciones, nos disponemos a intentar exprimir esta oportunidad. Las cervezas jumillanas artesanas Yakka y unas excelentes almendras nos reciben mientras observamos el majestuoso horno con chimenea en el centro del comedor.
El paté de morcilla jumillana nos cimenta una entregada empatía. Charcutería legendaria local, con derecho a réplica, que confrontada entre el pan resulta esclarecedora. Pasa el tiempo y cambian las etiquetas pero la esencia de los embutidos no pierde su sentido.
La ensaladilla de merluza crea lazos que unen para siempre. El secreto radica en la ligazón de todos sus ingredientes y la justa presencia del pescado para llevar al límite la sutileza de las mezclas. Bajo una potente crema de mahonesa forma una fantástica textura, fría o a temperatura ambiente, que resulta más que convincente. Frivolizan quienes la reducen al simple entrante.
El horno empieza a dar sus frutos y convierte los platos tradicionales en bocados exquisitos con una habilidad pasmosa como las alcachofas a la brasa. El arroz de conejo y caracoles ejemplifica mejor que nada el culto a las brasas de sarmiento al generar un fuego muy vivo que transfiere la legitimidad de sabores de antaño.
En la recta final toca rendir tributo al cabrito lechal murciano. Máxima solemnidad y expectación ante la llegada de las chuletitas que confirman las predicciones. Su calidad nos intimida y nos acerca a la filiación eterna.
Después de cumplir con los obligados débitos vinícolas se agudiza la necesidad de volver a visitar los seis grifos de vinos, desde donde se pueden servir su propia copa o rellenar la botella e incluso incorporarle el corcho.
Destaca la huella evidente que nos deja el elocuente y divertido maridaje donde el vino de Jumilla, personalizado por un mar de variedades: macabeo, sauvignon blanc, monastrell ,syrah, garnacha, joven y crianza, es el gran protagonista.
El derroche goloso y el despliegue de liberación dulce se restablece en la recta final de la sobremesa donde el arroz con leche, con voz propia, comparte cartelera con un «crepe» con helado de dulce de leche.
Aunque todos los gastrónomos tienen un ángel comensal y un demonio «gourmet» exigente en su interior, no es este el caso, nuestro anfitrión y sus escuderos Foix & Fernández no se decantan más hacia uno u otro lado. Ese factor de resuelta sabiduría gastrónoma y desacomplejada intrepidez hostelera resume la mejor de sus cualidades.
El viaje de retorno da para conversaciones de hondo escrutinio, examen de conciencia comensal y sincero balance que se resumen en este testimonio. Escapada gastronómica oportuna con maridaje elocuente. Un restaurante al que hemos llegado para quedarnos mientras pensamos en volver sin todavía habernos ido.
La tertulia en el trayecto de vuelta parece premonitoria de otro futuro advenimiento gustativo. Al final, como corolario del viaje, un solo horizonte muy elocuente… «Volveremos». Los altiplanos culinarios unen y los túneles «gourmet» tampoco separan. Y es que hay muchos motivos.
Fuente;: La Razón