¿Dónde se esconde Emmanuel Macron?

De deslumbrar a Europa y al mundo a esconderse para intentar capear la crisis más grave de su presidencia, y todo ello en menos de año y medio. Los chalecos amarillos han obligado a Emmanuel Macron no sólo a hacer concesiones sociales, algo impensable hace tan sólo un par de meses, sino también a reconfigurar su perfil y sus apariciones públicas, que últimamente se han limitado al solemne discurso de hace diez días en el que anunció la batería de medidas con las que pretende atenuar las movilizaciones de los chalecos. Fue su única aparición durante esta crisis cuya gestión ha recaído en las espaldas del primer ministro, Edouard Philippe, a quien Macron ha enviado a la primera línea de batalla.

Con Philippe dando la cara en cada jornada de movilización de los chalecos para hacer balance de vandalismo, detenidos y dispositivos de seguridad, Macron ha guardado silencios clamorosos. De hecho, algunos medios como «Le Figaro» apuntan a que esta crisis, además de otras muchas consecuencias, ha producido una degradación en la relación personal entre ambos.

Desde el inicio de las protestas, el presidente galo fue consciente de que no sólo se trata de reivindicaciones sociales de diversa índole, también existe un cuestionamiento de su propio perfil personal, y es precisamente esa percepción generalizada de presidente arrogante y alejado de los problemas de la calle la que sirve de elemento vertebrador para unir un movimiento tan heterogéneo como el de los chalecos ante un enemigo común.

Para no inflamar más la situación el presidente decidió limitar sus apariciones desde el principio de la crisis, sobre todo a partir de la segunda semana, cuando las movilizaciones comenzaron a ocupar titulares en la prensa internacional. Un cambio de perfil que se mostró de forma palpable en su discurso de la semana pasada. «La cólera que hoy se expresa es justa en muchos aspectos», dijo el presidente en su discurso desde el palacio del Elíseo sin las citas literarias ni los giros barrocos a los que es tan aficionado. Incluso llegó a reconocer que en más de una ocasión había «herido» con sus palabras. Un gesto de humildad nunca visto hasta la fecha. Un intento de reconectar con una parte de la ciudadanía a la que tantas veces ha irritado con frases como la que le soltó a un desempleado el pasado verano: «Si cruzas la calle, seguro que encuentras un puesto»; o a la hora de hablar de los franceses como «los galos refractarios a las reformas».

El lingüista Damon Mayaffre, uno de los mayores estudiosos en Francia sobre discursos políticos, explicaba en las páginas de «Le Figaro» que Macron ha forjado esa figura de autoridad política desde la autoridad del manejo de la lengua: «Indudablemente es el presidente con el vocabulario más rico y la sintaxis más compleja desde Georges Pompidou. Mientras otros presidentes como Hollande o Chirac intentaban dialogar de forma cercana con el pueblo, Macron ha teorizado lo contrario: marcar distancia a través de esa autoridad del manejo del lenguaje». El cuestionamiento de si esa relación entre un presidente y su pueblo debe establecerse con una comunicación horizontal, como pretendió Hollande con su eslogan «el presidente normal», o vertical, como el «presidente Júpiter» Macron, ha sido motivo de debate predilecto en los medios de comunicación franceses desde hace lustros.

Porque el rechazo hacia Macron en una parte de la sociedad francesa es visceral. Y ni siquiera un cambio en el tono puede hacer que esto cambie a corto plazo. Sobre esa percepción ya le alertaron algunos de sus allegados como el ex ministro del Interior Gérard Collomb, viejo rockero de la política francesa que antes de abandonar el Gobierno intentó concienciar a Macron de su propio problema: el discurso del joven presidente galo era aplaudido en París pero visto con recelo en esa Francia rural que Collomb, como barón del Partido Socialista desde su feudo de Lyon, conoce tan bien. No lo consiguió y tuvieron que llegar los chalecos para que en el Elíseo se tomara conciencia a la fuerza.

No son pocos los que consideran en Francia que las dimisiones de los ministros de peso del Gobierno, tanto Collomb como el ecologista Nicolas Hulot, a principios de este curso político, anticipaban una desconexión del presidente con la sociedad que traería consecuencias. «Somos pocos los que todavía nos atrevemos a hablarle de forma franca (…) Vive aislado», decía el ex titular de Interior justo antes de dejar el Ejecutivo y poner fin a su luna de miel con el presidente para volverse a Lyon.

Cierto es que en el régimen presidencialista de la V República vigente desde 1958, es habitual que el jefe del Estado sufra un desgaste rápido tras alcanzar el poder. Los antecesores de Macron –el socialista François Hollande y el conservador Nicolas Sarkozy– gobernaron un solo quinquenio y salieron abrasados. Pero la visceralidad del rechazo al actual presidente todavía alcanza cuotas mayores. Macron es ahora consciente de que esto puede arruinar su mandato incluso antes que el de sus antecesores. La única esperanza ha aparecido en algunos sondeos difundidos estos días. Por primera vez y tras muchas semanas cayendo, su popularidad ponía el freno al desplome (entre el 27 y el 31%) y las divisiones entre los chalecos moderados y los más radicales siembran incertidumbre respecto al futuro del movimiento. Todavía es pronto para tener la perspectiva suficiente de lo que ha supuesto esta crisis, pero puede que el tono social, el mea culpa y el perfil bajo hayan salvado a Macron. Al menos, de momento, pero justo a tiempo para retomar con nuevo impulso la actividad política tras su «desaparición» estratégica.

Fuente: La Razón

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