Dos años de Donald Trump en la Casa Blanca que parecen veinte. Los celebraba ayer mismo, cuando respondió a la última propuesta de la oposición demócrata con un contraataque digno de un feroz jugador de póquer. A cambio de recibir los 5.700 millones de dólares necesarios para levantar su prometido muro en la frontera con México el presidente se mostró dispuesto proteger de la deportación a los niños y jóvenes que llegaron al país sin papeles y, por supuesto a levantar el cierre parcial de la Administración federal.
«Quiero que esto acabe ya. Esto tiene que acabar ya», proclamó Trump desde la Casa Blanca, gesticulando teatralmente bajo un simbólico retrato de George Washington, primer presidente de los Estados Unidos. «Voy a solucionar esta crisis. Lo haré de una manera o de otra. La izquierda radical no va controlar nuestra política de inmigración. No voy a dejar que eso suceda», argumentó poco antes de ofrecer la posibilidad de extender durante los próximos tres años el DACA (Deferred Action for Chilhood Arrivals), el programa instaurado para evitar la expulsión de los menores así como extender el TPS, que previene de la expulsión a 300.000 centroamericanos. Además, por vez primera admitió que no se trata de un muro de costa a costa. En primer lugar porque no se trataría de un muro en el sentido literal. En segundo, porque buena parte de la frontera ya cuenta con barreras y protecciones y/o está blindada por montañas y ríos. Todo lo más pide «500 millas adicionales de barreras».
Antes incluso de que diera comienzo el discurso del presidente la respuesta a su propuesta ya había llegado de la mano de Nancy Pelosi. La propuesta es considerada «inaceptable» por los demócratas. La presidenta de la Cámara de Representantes cree que el plan de Trump no constituye un «esfuerzo de buena fe» para lograr que termine el cierre del Gobierno y cree que no logrará la aprobación del Congreso».
Previamente, los demócratas le habían ofrecido 1.000 millones de dólares para reforzar la seguridad en la frontera: 563 para contratar jueces de inmigración y 520 para reforzar las medidas de seguridad en California y Arizona. Ni una palabra del muro.
Una jornada, al fin, típica de esta Casa Blanca. Atropellada y pirotécnica. Esculpida en el metal de una personalidad volcánica. Quizá si Hillary Clinton hubiera ganado las elecciones las cosas serían más reconocibles. También más plúmbeas. Con el republicano sobrevenido la incertidumbre está asegurada. Para empezar la de sus rivales. Estupefactos por la resiliencia de un verdadero animal político. Para entender mejor su asombrosa flexibilidad tal vez sea preferible acudir a la sociología. A las guerras culturales. A la facilidad para apostarlo todo a rojo y negro. A la inopia en la que viven instalados sus enemigos. Remontarse, por ejemplo, al mediodía del 7 de octubre de 2016. Cuando el departamento de Seguridad Nacional acusó al Kremlin de tratar de influir en las elecciones de EE UU para favorecer a uno de los candidatos. Como cuenta Bob Woodward en «Miedo, Trump en la Casa Blanca» una hora más tarde el Washington Post tituló «Graban a Trump manteniendo una conversación absolutamente lasciva sobre mujeres». Qué escándalo, gritaron los analistas.Y eso que todavía no había arreciado el tsunami del «#MeToo». Las mujeres plantarían trincheras frente a los colegios electorales. Los presentadores de los talk shows disfrutarían de un material explosivo.
Se demostró el solipismo de unas élites intelectualmente castradas por la corrección política. Incapaces de entender que para buena parte del electorado los comentarios machistas y/o inmaduros que hubiera proferido Trump hace una década resultaban insignificantes. Para volverlos locos, y para enardecer a quienes se consideran maltratados por la avaricia y el desprecio de las élites, ha gobernado el presidente. El mismo que en dos años ha perdido por el camino a pretorianos como Michael Flynn, consejero de Seguridad Nacional, al general H. R. McMaster, a Reince Priebus, jefe de Personal de la Casa Blanca, al hombre que le sucedió general John Kelly, al fiscal general, Jeff Sessions, y por supuesto al ideólogo de todo esto, Steve Bannon. Así Mitt Romney, candidato republicano en 2012, y hasta hace poco archienemigo del hoy presidente, no dudó ayer en alinearse con el presidente en la cuestión de la frontera.
En la semana que cumpliría dos años Trump ha prometido renovar el sistema de misiles de EE UU. Aspira a actualizar la Guerra de las Galaxias patrocinada por Ronald Reagan y culpa a sus socios europeos de tratar a EE UU como a un «tonto». Se trata de presidente que ataca día tras día a instituciones hasta anteayer sacrosantas. Encantado de declarase nacionalista. Capaz de resucitar dos de las dinamos históricas de la política estadounidense. El aislacionismo y el nativismo.
Y, como el partido defensor de los de aranceles altos durante siete décadas, su recompensa fue convertirse en «el Partido de Estados Unidos». Nada epitomiza mejor su mensaje fuerte que el decreto por el que penalizaba las importaciones del acero y el aluminio extranjeros. Que nadie acuda a los patéticos niveles de aceptación en las encuestas. Mejor recordar lo sucedido el pasado noviembre. Cuando tanto Trump como la oposición hicieron de las elecciones legislativas un plebiscito cara de perro. La oposición ganó el Congreso. Pero Trump retuvo el Senado. Al final del día una buena parte de los electores sí reconoce y agradece la reforma fiscal. O los intentos por desbloquear la situación en Corea del Norte, incluida la cumbre con el dictador norcoreano. Por no hablar de sus sus enfrentamientos con la prensa y sus constantes denuncias de las élites políticas, económicas e intelectuales. Casta traidora en sus discursos mientras el paladín del pueblo afronta sus dos años cruciales con la guadaña del fiscal Mueller y el Rusiagate en el retrovisor.
Fuente: La Razón