El bazar Giner

 

1915 – Dicen las crónicas que aquel día de Reyes del año 1915, los Magos de Oriente llegaron con una hora de retraso a la dársena del puerto dónde ante la Escalera Real les esperaban los pajes a su servicio para repartir los juguetes en atención a las cartas que habían llegado a su palacio del lejano Oriente.
Pero a trote ligero por el camino del Grao para recuperar el tiempo perdido, los Reyes con sus camellos y los pajes con sus carros llegaron al «Bazar Giner» de la calle Zaragoza donde tenían almacenados los juguetes que iban a entregar a los niños valencianos, al igual que el carbón para quienes durante los 365 días del año se habían portado mal. Vemos el interior del «Bazar Giner» lleno hasta los topes de los regalos, unas horas antes de que los Reyes Magos pasaran a recogerlos, e iniciar su cabalgata por las calles de Valencia, con la atención previa de acudir a la de la Sangre, donde las autoridades de la Ciudad y desde la Alcaldía, les esperaban para dar la bienvenida a tan regios personajes quienes, durante la noche, iban a iniciar el reparto de juguetes escalando los balcones.

Hay lugares que son parte de nosotros porque en ellos sigue viviendo algo de lo que fuimos. Fueron parte del mundo, pero ahora su sitio está sólo en ese territorio íntimo donde habita la melancolía. Esos lugares son inmunes a los desmanes del apetito urbanístico y nada pueden contra ellos excavadoras ni nomenclaturas extrañas.

Para el niño que fui, la plaza que alberga el Miguelete siempre se llamará Plaza de la Reina. Y allí sigue, al resguardo amante de la memoria, el Bazar Giner, con sus grandes pasillos cargados de juguetes y su bendito olor a gominola. Un puñal de goma era nuestra sola defensa, pero el mundo se iba rindiendo sin condiciones al imperio implacable de la loca alegría. Al fondo de la plaza, un pequeño jardín prestaba las inocentes aguas de su estanque a la vida sin freno de las plantas carnívoras, las temibles serpientes y el olor de la pólvora que los niños creaban, como pequeños dioses, bajo la umbría del árbol y de la tarde muerta.

«De reina a reina iban en autobús los reyes de la vida. Qué extraño lugar el mundo»

«Y no se sabía donde estaba aquel fuego que incendiaba la tarde y nos abrasaba por dentro»

La siesta es el gran castigo de la infancia, y la piedad insomne de la abuela nos rescataba de esa condena para devolvernos a la luz salvadora de la terraza. Eran muy íntimas aquellas horas de silencio punteado por el traqueteo de las agujas de labor que abandonaban hebras de lana azul para el mar sereno de nuestros barcos de papel. Y no se sabía dónde estaba aquel fuego que incendiaba la tarde y nos abrasaba por dentro. No pasaban las horas y, sin embargo, de alguna extraña forma se marchaban, porque el abuelo aparecía desde el vientre tenebroso de las habitaciones interiores en la puerta de la terraza con su camisa almidonada, literalmente bañado en colonia Varon Dandy. Y lo que comenzaba entonces era un viaje al centro mismo de la alegría, el Bazar Giner, con sus sables de empuñadora dorada y sus escopetas con munición de corcho.

Calle de la Reina, J.J. Domine, Avenida del Puerto, Calle de la Paz y Plaza de la Reina. De reina a reina iban en autobús los reyes de la vida. Qué extraño lugar el mundo para el que, desde su corta estatura, sólo alcanza a ver sus interminables playas, su rosa de pasión y su radiante hora. Qué fiesta sin resaca, qué estampa de paloma en pleno vuelo, blanca toda de luz inmaculada. Comían las palomas de nuestra mano, y era verde pastel el paquete de alpiste o amarillo limón o del santo color de las manzanas maduras. Y era aquel ofrecerles alimento, grano dulce en la boca insaciable de nuestra felicidad sin causa.

Pero también el hombre necesita su pan, y el abuelo nos ponía en la mano unas monedas para aquel mendigo que al principio de la calle San Vicente instalaba su yacija de cartones y salmodiaba un dios os bendiga. Y nos parecía casi feliz aquel hombre, porque no podíamos imaginar para él más alto destino que aquel de procurarnos la alegría de dejar sobre su palma abierta el metal duro de nuestra primera piedad. Era grato ver que dios era tan bueno como nos habían dicho, porque cada cual tenía su parte sin hacer más esfuerzo que el de estirar la mano. En casa no faltaban la comida ni el amor, y el abuelo, una vez a la semana, nos llevaba al Bazar Giner. Cuando la luz comenzaba a hacerse grávida y caía por su peso a los pies de las calles salíamos de aquella gran tienda cargados con flechas de ventosa, tambores rojos y amarillos y máquinas fotográficas de cuyo objetivo saltaba un diminuto payaso con cuerpo de acordeón y voz de bocina. Cargábamos con toda aquella felicidad camino de vuelta. Y llegaba el autobús como un encendido submarino, navegador intrépido de la tiniebla. Y un día aquel autobús nos fue llevando lejos por calles desconocidas, muy lejos, hasta dejarnos en mitad de esta gran oscuridad donde penan los mendigos, las palomas nos ignoran y ya no saben defendernos los puñales de pega. No me sueltes ahora de la mano, abuelo, que no sé regresar tan solo a casa.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 20 de agosto de 2003

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