El búnker de Waterloo: 200.000 euros en cámaras, barridos anti micrófonos y lecciones de servicios secretos

«Vivimos permanentemente bajo la amenaza de los servicios secretos españoles. Hemos denunciado a la Policía belga que alguien ha puesto localizadores de GPS bajo la carrocería de nuestros coches. Podrían también poner un explosivo. ¿Hay que recordar que España llevó a cabo una guerra sucia contra la ETA vasca? (…) a nosotros también nos consideran terroristas (…) estoy convencido de ser un objetivo, estoy mentalizado de estar en guerra contra España». El ex presidente de la Generalitat catalana, Carles Puigdemont, tiene miedo y no lo oculta en el libro «La crisis catalana», editado por La Campana. Vive obsesionado con la seguridad y ha adoptado medidas que han costado, desde el pasado mes de febrero, casi medio millón de euros. En el colmo de la paranoia, pidió y consiguió que Google pixelara, en la versión Maps, su mansión de Waterloo. Algunos observadores ven en todas estas maniobras, además del temor, una muestra más de la megalomanía y protagonismo del personaje al que le preocupa que su influencia pierda enteros cada día que pasa. Pensar, como ha dicho, que alguien va a llegar hasta su automóvil y le va a colocar una bomba-lapa, además de muy difícil por las medidas que ha adoptado, resulta impensable salvo en la mente de quién se quiere presentar como martir de la «patria catalana».

El ex presidente autonómico dispone de una escolta permanente de cuatro agentes de los Mossos, cuyo status, a efectos de su dependencia o no respecto a la dirección de la Policía Autónoma, no está clara.

La Generalitat logró «regularizar» esta escolta en agosto con un informe de sus servicios jurídicos. El Ministerio del Interior, cuando su titular era Juan Ignacio Zoido (PP), se había negado en rotundo a dar protección oficial a Puigdemont. Entre las labores que realizan los mossos, según han informado a LA RAZÓN fuentes que siguen de cerca este asunto, está la de realizar un «barrido» en busca de micrófonos ocultos en la mansión de Waterloo, en Bélgica.

El teléfono del ex presidente es cambiado también una o dos veces al mes ante el temor de que pueda ser «pinchado» y sus conversaciones grabadas. Los agentes de la Policía autonómica, como les ha pasado a los de otros cuerpos policiales autonómicos, aprendieron las técnicas que desarrollan gracias a las lecciones impartidas por agentes de un importante servicio secreto, famoso por su eficacia. Las labores de asesoramiento han continuado en el tiempo y, tal y como informó en exclusiva este periódico, mandos de los Mossos viajaron al país de referencia para adquirir «material sensible» para poder controlar comunicaciones y, a la vez, evitar interferencias.

El medio millón de euros incluye la seguridad y el alquiler de la mansión. A esta cifra hay que añadir las relativas al la manutención, pago a sirvientes, viajes, teléfonos, electricidad y agua. La cantidad más llamativa son los 200.000 euros gastados para instalar los elementos necesarios de la seguridad estática, como cámaras y el circuito interno para controlarlas; sensores volumétricos, que saltan cuando una persona los atraviesa y otros más sofisticados. Se puede afirmar, sin temor a exagerar, que Puigdemont vive «blindado» en su exilio voluntario, gracias a un dinero que, en ningún caso, sale de su bolsillo, sino de un «fondo» al que llegan decenas de miles de euros todos los meses y cuyo origen se desconoce porque, sencillamente, no se investigó en su momento y parece difícil que ahora se haga, cuando ya no existe ni orden de detención contra Puigdemont. Existen fundadas sospechas de quién es el «mecenas» que, a través del empresario José María Matamala, vehiculiza las importantes cantidades de dinero. Sin embargo, al no existir una orden para realizar pesquisas, tal vez porque no se haya advertido la comisión de ningún delito, es muy difícil acreditar la identidad del citado «benefactor». Lo que sí parece claro es que el dinero no habría salido de las cuentas de la Generalitat, abiertas para sufragar los gastos de las «embajadas» en el exterior, entre ellas, la de Bélgica. La Guardia Civil investigó dichas cuentas y lo que se descubrió es que habían sido utilizadas para pagar generosamente a los observadores internacionales del referéndum ilegal del 1 de octubre.

Que Puigdemont tiene miedo es un hecho. Teme que en cualquier momento alguien quiera hacerle daño e, incluso, acabar con su vida pese a que con el paso del tiempo, se está convirtiendo en un ser con un peso político cada vez más pequeño. De eso también es consciente y, por ello, se obstina en mantener toda la parafernalia de un «president en el exilio».Otro asunto que parece claro es que al ex presidente se le han quitado las ganas de viajar después de su periplo nórdico que termino con su detención en Alemania. Logró no ser extraditado a España e incluso que se levantara la orden de detención internacional que pesaba contra él. Estados Unidos, Rusia e Israel figuraban en la agenda de Puigdemont. Su intención era la de publicitar las bondades del independentismo catalán frente a la cerrazón del Estado español. Lo que ocurrió es que nadie le garantizó que alguna de las citadas naciones pudiera tener problemas legales sobre todo cuando aún estaba vigente la referida orden de arresto. Lo que subyace en todo esto, según las citadas fuentes, es que a las autoridades de dichos países no les hacía la menor gracia la entrada en su territorio de una persona que iba a utilizar foros públicos para atacar a España y, de esta manera, se generara un problema diplomático aunque fuera de menor escala.

En paralelo a los intentos de Puigdemont por reforzar el blindaje de su mansión, su figura se consolida en Waterloo como elemento folclórico más que como referente político. «Es increíble, hay gente que sólo viene a Waterloo para hacerse una foto en la casa de Puigdemont y después vienen aquí», reconoce a este diario Michael Fernández, vecino de este barrio, de nacionalidad española y francesa y con abuelos catalanes, y que regenta desde hace ocho años el restaurante L’Accent Catalan. La presencia del político huido forma parte de las conversaciones pero nadie, o muy pocos, pueden presumir de haberlo visto. «Hace un mes y medio vino al local Matamala», reconoce Fernández. «Nos dijo que Puigdemont pensaba pasarse un día por el restaurante, pero no ha venido», prosigue. El ex president también parece haberse hecho un hueco en la cultura popular del país, como una atracción más, independientemente de opiniones políticas. «Los belgas también me preguntan, me piden que si un día viene, intente avisarles. Quieren verlo en persona», asegura entre risas. Pero el peregrinaje de los seguidores del ex president no termina aquí. Veronique es otra de las residentes en Waterloo que no ha visto a Puigdemont por las calles, pero sí a sus admiradores. «Cada vez hay más catalanes que vienen al Museo Wellington y firman en el libro de visitas», explica.

Fuente: La Razón

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