El nacionalismo

El nacionalismo se basa, fundamentalmente, en la exacerbación de las particulares señas de identidad de pueblos, comunidades, grupos que, en algún momento, son utilizadas por dirigentes, movimientos políticos o sociales para formar un entramado de emociones colectivas, capaces de tergiversar la realidad, la historia y, en muchos momentos, la convivencia.

El nacionalismo es hábil manipulando y fácil de manipular, hasta crear multitudes engañadas en sus sentimientos. Empezamos por los “valores” nacionales que han enfrentado a los estados y a los individuos -las dos terribles guerras europeas son un doloroso ejemplo- o el odio hacia grupos, como ocurrió en la Alemania nazi con los judíos.

En un mundo cada vez más globalizado, las diferencias deberían de servir para lo contrario: enriquecer y no para separar.

Un adagio enseña que el hombre es el único animal capaz de tropezar dos veces en la misma piedra. Dos y mil… digo yo. 
En la asignatura escolar española de «Educación para la ciudadanía», se ha suprimido el tema «nacionalismos excluyentes». No sé yo si los gobiernos son los más apropiados para dictar los temarios de las asignaturas. Lo que me maravilla es que no se haya visto tal tema como un pleonasmo más: albarda sobre albarda. TODO NACIONALISMO ES EXCLUYENTE POR DEFINICIÓN.

Y es el caso que a fuerza de creerse más “democrático” que nadie, resulta ser el más excluyente de todos.

Por tanto hablaré a partir de ahora de nacionalismo “a secas”

El nacionalismo es esa ideología que divide el mundo en un «nosotros» (buenos, por definición) y un «los otros» (potencialmente amenazadores y por tanto dignos de ser excluidos de “nosotros”)

Un buen nacionalismo es victimista: necesita enemigos. Y si no los encuentra, los inventa, fuera o, también, dentro. Y frente a esos enemigos exteriores, uno debe lealtad absoluta a su propia “cosa” frente a esos «otros»; lealtad que puede llevar al martirio, a la autoinmolación o a la propia destrucción de su pequeña parcela. Se trata de liberarse «de los de fuera», no «de los de dentro»

Claro que siempre hay clases.

Históricamente, es la diferencia entre el nacionalismo de la Grand Révolution, la francesa de 1789, y el nacionalismo alemán (o italiano) del siglo XIX. Cambia el enemigo. En el primer caso es contra los malos que «vienent jusque dans nos bras égorger nos fils et nos compagnes». Vienen de fuera. En el segundo caso, el enemigo es el que no nos deja independizarnos y con el que formamos una entidad que no reconocemos: un Estado en el que estamos ambos. Son dos formas de ser excluyente

Los segundos, se excluyen, en versión de los anteriores, de la «sagrada unidad de la Patria», y no aceptan a esos maketos o charnegos que vienen a poner en peligro nuestra identidad cultural. Ya sea por sus costumbres “extrañas” o por el “hecho diferencial” de su lengua foránea.

Estas dos formas vienen, a su vez, en dos versiones: la cívica y la cultural. El nacionalismo cívico es el que hace la nación fruto de un «plebiscito cotidiano»: uno pertenece a la nación que quiere. Bueno, a la que le dejan, pero eso estos nacionalistas no lo consideran y, si no, que se lo digan a los inmigrantes que buscan «nacionalidad» La exclusión, en cambio, es mayor en la otra versión, la cultural y, mucho más, en su versión extrema, la racista: mi nación es mi lengua, mi cultura y, en el extremo, mi raza. Y, ADEMÁS, ME RESERVO LA CAPACIDAD DE COLOCAR A CADA UNO EN SU SITIO, Y POR TANTO, DECIDIR QUIEN NO ESTÁ CON “NOSOTROS”

Espero que estemos a tiempo de detener esta espiral que nos recuerda nuestra fiebre cainita tantas veces padecida en España.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *