El roscón de Reyes, dulce colofón navideño

Existen muchas razones para escribir un día como hoy, al fin y al cabo, el roscón de Reyes se convierte en la excusa perfecta. La dulce y heroica gula de los más golosos, después de atravesar un mar de turrones y mazapanes solapados entre comidas y cenas, aún se mantiene inquebrantable en el epílogo de las fiestas navideñas.

Un año más, la búsqueda del preciado dulce es objeto de peregrinación a hornos y obradores favoritos para aprovisionarse del venerado bollo. El paisaje de largas colas, en plena hora matutina en la fachada de las confiterías, es la última postal navideña.

Aguardamos con curiosidad la llegada del roscón. Nuestro experto confitero de cabecera, Matute, con acceso a obradores y hornos poco explorados se mimetiza en la cola en busca de la última «celebrity navideña», a las puertas de la pastelería reputada, haciéndose pasar por un (in)experto en la materia, funcionando como un espía durmiente mientras su mirada rastrilla los mostradores y escaparates al servicio de la causa. Pero finalmente hace más relaciones sociales durante la tertulia improvisada que trabajo de campo. Aunque la dulce coyuntura representa más un ejercicio de voluntarismo que una posibilidad, la aspiración maximalista de establecerse en la fila, a primera hora, culmina con el éxito deseado.

Su presencia en la mesa convoca los arrebolados deseos de conseguir el tesoro soterrado en su interior. Todos vibran durante el corte del roscón. El nerviosismo es insoslayable al reparto, incluso los que no sintonizan con el dulce tradicional prueban en busca de la legendaria haba. No importa que haya razones, sino sensaciones y percepciones propias. Al probar el primer bocado, donde más heterogeneidad y mezcla existe, de pronto sentimos la presencia de un cuerpo extraño en forma de figurita de cerámica. El generoso premio que se esconde opera como un fenómeno entusiasta de la sobremesa. Por fin ha tocado.

Para golosos bien entrenados

Resulta propicio recrearse en los múltiples rellenos que acoge este dulce: crema, nata, trufa, chocolate, cabello de ángel, etcétera, sin olvidar el clásico roscón sin relleno que tienen el placer de elevar el arte confitero para hacer perder la compostura a los paladares más exigentes. Golosos bien entrenados ven prolongarse su consumo la semana posterior en aras a una fidelidad declarada.

La masa bien realizada enriquecida por la imprescindible agua de azahar y el relleno protagonizan un test de compatibilidad golosa. Roscones con voz propia y una ilimitada carta de acompañamiento están detrás del éxito. Aunque, a veces, el real bollo y el atrevido relleno pelean con fuerzas desiguales entre los gustos de los clientes.

Nuestro protagonista se (re)inventa, una vez más, con una oferta completa que se adapta a los gustos de jóvenes y mayores, con un público totalmente entregado a la causa navideña donde la tradición cobra sentido. En realidad, si buscamos territorios gustativos insólitos con rellenos singulares debemos recurrir a esas confiterías que todavía se empeñan en misiones imposibles con roscones de hojaldre y frutas tropicales.

Tras comer el roscón de Reyes celebramos los deberes cumplidos. Aunque la interpretación universal de la Navidad norteamericana haya desenfocado algunas costumbres locales, por fortuna, aún se mantienen algunas golosas fronteras.

Preservar esta costumbre constituye un dulce imperativo. Protejamos a nuestros roscones ante la llegada de otros productos y costumbres oceánicas. Hasta, y por el momento, los servicios de información más desorientados, establecidos en las sucesivas colas de la geografía confitera, nos señalan que su presencia en la última sobremesa de la Epifanía es manifiesta.

No importan los excesos cometidos durante las jornadas pasadas, hay que abrochar dulcemente el epílogo de las fiestas donde el brillo del roscón no se desvanece.

Fuente;: La Razón

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