La Guerra del Amazonas, madera de sangre

Arakari carga el cesto de frutos proveniente de la bacaba -un árbol local-. Ata el botín envuelto en enormes hojas verdes. Es bajita, siempre sonriente con una gran trenza negra que le cuelga hasta la espalda, su piel es de cobre. “¿Puedes? le preguntamos. “Sí, soy fuerte”, exclama orgullosa. Se aleja entre la vegetación, pero vuelve. Esta vez su rostro denota rabia, lejos de la resignación. Nos mira fijamente y susurra: “Esto no durará, los madereros están acabando con nuestros arboles, con el alimento. Mis hijos lloran de hambre” Sigue su camino mientras canta, parece de nuevo feliz. Se pierde en la selva.

Las tierras indígenas del Caru en el estado de Pará, donde vive Arakari, se han vuelto un lugar peligroso, inhóspito, hostil. Y su pueblo, los awás, uno de los más amenazados del planeta. Se estima que en la actualidad tan solo quedan 360, contactados en cuatro comunidades, y entre un 20 y un 25% más que viven aislados, manteniendo su modo de vida nómada cazador-recolector. Son cada vez menos. Más del 30% del territorio ya ha sido destruido.

Xirapoa, una niña awá de ocho años, juega con sus hermanos; Su padre, quien apunta a los arboles con un arco de dos metros, escupe fechas silenciosas en mitad de la selva. A veces las presas parecen inalcanzables, sus tiros disparan al aire. “Las bestias” se escabullen en las alturas con agilidad. Busca algún ave distraído. No lo encuentra.

“Mi ‘pa’ vuelve a la noche, mi madre le reclama. El responde, ‘ya no hay nada, los animales escapan con el “rugido de la fiera”, del tren”, asegura. Una vez más la historia se repite y el tesoro se convierte en maldición. Bajo la mina de Carajás, 600 km al oeste del territorio awá, hay siete mil millones de toneladas de mineral de hierro. Es la mina de hierro más grande del mundo. Trenes de más de dos km de longitud, unos de los más largos del mundo, recorren día y noche el trayecto entre “la caverna” y el océano Atlántico.

Cuando en los años 80 se construyeron los 900 km de esta vía ferroviaria, las autoridades decidieron contactar con muchos awás hasta el momento incomunicados. Pronto tuvo lugar la debacle en forma de malaria y gripe: De las 91 personas que conformaban una comunidad, solo 25 seguían con vida cuatro años después. En la actualidad el ferrocarril trae a foráneos hambrientos de tierra, de trabajo y de caza furtiva.

En otra aldea del Caru, con la luna bien alta, los niños pequeños miran a las mujeres mientras decoran a sus maridos con plumas de zopilote real usando resina como pegamento. Después, a medida que sube el volumen de los cánticos, los bebés se duermen. No hay drogas ni alcohol, tan solo cánticos de los hombres sumidos en trance. Se trata de una puerta a otro universo. Durante el ritual, abandonan la Tierra y viajan al iwa, el dominio de los espíritus de la selva.

En un lugar apartado, Xirapoa juega con su macaco, parece ajena al viaje astral. Los awás son extraordinarios amos de sus mascotas que a veces superan en número a los pobladores. Podemos ver cuatíes parecidos a los mapaches, jabalíes y hasta zopilotes reales. Pero sin duda los monos son sus favoritos. “Este se llama Xicui, pero no dejaré que crezca, uno de ellos ya grande, atacó a mi hermana” aclara. Se sienta en la casa y amamanta a su hijo. Se acomoda, toma agua y comienza el relato.

“Llegaron los madereros y arrasaron con todo. Allí mismo mataron a mi padre. Nos amenazaron pero decidí quedarme” afirma, mientras apunta con el dedo hacía la oscura noche.

Sin presencial del Estado los madereros se han convertido en mafias capaces de amedrentar a los indígenas para ocupar sus tierras, y de esta manera explotar su hogar. Gente sin escrúpulos, con tácticas que recuerdan a los paramilitares colombianos. Capaces de cercenar miembros, torturar y asesinar. Incluso hay una denuncia todavía en proceso, sobre los restos encontrados por otro pueblo, los guajajara, de una niña awá calcinada en una aldea.

Fuente: La Razón

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