Apesar de la presión creciente de muchos senadores republicanos, de la deserción de empresarios y diplomáticos a la cumbre en Riad, de las voces críticas en los medios y hasta de los informes de los servicios secretos, Donald Trump se resiste a condenar el más que probable asesinato del columnista del «The Washington Post» Jamal Khashoggi a manos de un escuadrón de la muerte de la inteligencia saudí. La monarquía absoluta del rey Mohamed bin Abdulaziz ha sido firme aliada de Trump desde su campaña.
Cabe recordar que su primer gran viaje como presidente fue precisamente a Riad. Allí fue agasajado, recibió homenajes, obsequios y condecoraciones y abandonó el desierto rumbo a Europa tras firmar suculentos contratos para la industria armamentística nacional. Más importante aún, Arabia Saudí resulta esencial para apuntalar la nueva estrategia de EE UU en Oriente Medio. Después de que Obama apostara por acercarse a Irán y tejiera, junto al resto de potencias internacionales, el acuerdo nuclear con los ayatolás que tanto resquemor levantó entre los aliados suníes e Israel, Trump rompería la baraja, denunciaría el tratado y promovería nuevas sanciones. Para lograrlo necesitaba forjar una robusta alianza con el rey Salman. Pero el caso de Jamal Khashoggi, cada hora que pasa más siniestro, más turbio y espeluznante, amenaza con descarrilarlo todo. A no ser, claro, que Riad encuentre la forma de salvar la cara. La suya y la de una Casa Blanca a la que poco a poco se le agotan las posibilidades de mantenerse firme.
De ahí los crecientes rumores respecto a la posibilidad de que surja una especie de víctima propiciatoria. De culpable al que endosar todas las culpas e infalible chivo expiatorio que sirva para cerrarlo todo. Alguien que según informa «The New York Times» podría ser el general Ahmed al Assiri. Uno de los hombres fuertes del espionaje de Arabia Saudí. Asumiría toda la responsabilidad de la presunta operación «fallida» de un secuestro de Jamal Khashoggi que acabó en un fatal desenlace. Por supuesto, el príncipe Salman no sabría nada de ello.
Assiri es bien conocido por los medios occidentales, por cuanto ejerció hasta hace muy poco de portavoz de su país, y satélites, en la guerra en Yemen. Un país donde la población civil sufre las consecuencias de la hambruna y los bombardeos indiscriminados. Es célebre la entrevista de 2017 que concedió a la corresponsal del BBC Nawal Al Maghafi, en la que negó todo. Desde los ataques contra civiles al bloqueo en los puertos que impedía la entrada de alimentos y medicinas. Por supuesto que las críticas contra Arabia Saudí vienen de lejos. Como recordaba el columnista de «The Hill» Charlie Kirk, el reino alauí, su familia real, mantuvo lazos altamente sospechosos con los autores intelectuales y materiales de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Por no hablar del proselitismo wahabista, las escuelas coránicas por todo el mundo o las continuas violaciones de los derechos humanos que año tras año denuncian organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch.
Ahmed al Assiri es un fijo del círculo del príncipe Salman en los últimos años y según las investigaciones del fiscal especial Robert Mueller sobre la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, también figuraría como uno de los partícipes de una supuesta campaña saudí para financiar la campaña del hoy presidente.
Pero cunde el miedo en Washington a que la monarquía, vapuleada por el trato recibido, atempere sus sinergias y/o busque nuevos benefactores. Como explica Kirk, que parafrasea al antiguo agente del FBI Gordon Liddy, condenado por el Watergate, cuando al hilo de la revolución de Jomeini se lamentó de que los persas se comportan como persas desde hace miles de años. «La pregunta es: ¿a quiénes apoyarán ahora los persas, a nosotros o a los soviéticos?» Y Kirk añade, «¿A quién apoyarán ahora los saudíes?». Entre tanto, la embajadora saliente de EE UU ante la ONU, Nikky Haley, comentó el jueves que «en nuestro ambiente político tóxico veo a gente en ambos partidos describir a nuestros oponentes como enemigos o malvados». A continuación citó las némesis de Sudán del Sur, Siria y Corea del Norte como ejemplos, esos sí, del mal absoluto. De países que violan de forma sistemática los derechos humanos. Pero no reveló si la maldad químicamente pura, y el crimen de Estado, pueden florecer también entre los aliados. Arabia Saudí, por ejemplo.
Fuente: La Razón