Mujeres emparedadas en Valencia: un lúgubre voto espiritual de antaño

Diversas parroquias de la ciudad albergaron ínfimos espacios para el retiro voluntario de solteras y viudas del mundo material

La práctica del emparedamiento gozó de tanto éxito en nuestra ciudad que a mediados del siglo XVI fue prohibido por el arzobispo de Valencia

No habrá paz para los malvados. Ni verano para los investigadores. La pasada semana, en el transcurso de una pesquisa, la casualidad me condujo a un sugestivo escrito que albergaba suficiente interés para focalizar el reportaje semanal que tengo la suerte de confeccionarles. El texto en cuestión atesora los mejores ingredientes de esta sección: además de ser un tema histórico y estar ambientado en Valencia, presenta como particularidad el ser un asunto muy poco conocido. Este desconocimiento responde a una causa concreta. Al público en general le suenan las costumbres de otra época por lo que ofrecen la literatura y el cine. De este modo, nos familiarizamos con justas, ropajes, banquetes, códigos de honor, ajusticiamientos, epidemias y combates, etc. Sin embargo, ¿qué pasa con aquellas prácticas que por exigencias del guión o por dejadez del asesor histórico no trascienden en la ficción de turno? Pues que caen en el olvido para la gran mayoría. Y no será porque no son llamativas. Esta semana les hablaré del emparedamiento como sistema de reclusión voluntaria en nuestra ciudad. Las parroquias de Santa Catalina, San Andrés, San Lorenzo, San Esteban o la desaparecida de la Santa Cruz fueron testigos de estos episodios poco notos de nuestro pasado. Es sabido que el emparedamiento como castigo fue infligido desde la Edad Media, el propio Jaume Roig aludía en el siglo XV como Jaime I ordenó recluir dos siglos antes a una condesa entre 4 paredes lúgubres por abandonar a su marido para amancebarse con un pescador valenciano: «Dins la caseta de parets feta hi fonch tancada. Emparedada. Sola reclusa». Un sepulcro en vida en toda regla. No obstante, centramos la cuestión en emparedamientos deseados, casi siempre por mujeres, quienes ataviadas con atuendo penitente optaban por una vida de privaciones, en muchos casos para el resto de sus días.

Incluso aunque fueran muchos los años que quedasen por vivir. Angela Genzana de Palomino, hermana terciaria de San Francisco, tuvo que abandonar su emparedamiento en la parroquia de San Esteban tras 30 años allí encerrada porque su estancia amenazaba ruina. De hecho, el texto que nos ocupa es una verdadera apología de esta práctica «escogida con aprobación de confesor y parientes, para más quieta y pacíficamente, ejercitarse en silencio, labor, virtudes y penitencia».

 
 

[wp_ad_camp_2]Si les gusta el cine, recordarán el dolor de Hipatia en ‘Ágora’, no tanto por su muerte como por la destrucción de la biblioteca de Alejandría. O el de Guillermo de Baskerville, quien en ‘El nombre de la rosa’ ve arder una estupenda biblioteca repleta de secretos condenados al ostracismo. Aunque muchos de nuestros fondos han corrido igual suerte, podemos conocer parte de la historia de la Valencia de antaño. Para ello, es más que recomendable acudir a la biblioteca de Juan Churat y Saurí, quien a menor escala, sería en esta ocasión nuestro Guillermo de Baskerville.

Nacido en Valencia en 1835, obtuvo una buena formación académica inicial, aunque más tarde se vio forzado a abandonar los estudios y a trabajar para ganarse el sustento. Esta circunstancia no impidió que a lo largo de su vida configurase una notable biblioteca de más de 1600 volúmenes y casi 500 grabados, en su mayoría tocantes a la Valencia decimonónica.

Entre los fondos de este magnífico legado cultural se hallan obras redactadas por él mismo, así como ediciones de algunos manuscritos del pasado que sin su intervención se hubieran esfumado con el paso de los años. Un ejemplo es el opúsculo que editó bajo el título ‘Tratado de las mugeres emparedadas’. Se trata de una obra autógrafa de Marcos Antonio Orellana, el famoso erudito Orellana, quien a principios del siglo XIX, tomando una obra previa de Joseph Cardona como modelo, elaboró un texto en el que daba cuenta de una habitual práctica de la religiosidad de antaño: el emparedamiento de mujeres que, hartas del mundo corrupto, y como ejercicio ascético y de retiro espiritual, decidían pasar el resto de sus vidas entre 4 muros, en espacios con una mínima entrada de luz donde apenas cabía un humilde jergón. Casi un siglo más tarde de la elaboración del texto original de Orellana, Churat lo publicó con algunas aclaraciones, con la intención de «popularizar cuanto se refiera a nuestra historia patria».

Sin duda alguna, se cuentan por miles las mujeres que a lo largo del territorio nacional optaron por esta desgarradora penitencia. En nuestra ciudad fueron centenares las que «vivieron» de este modo. Especialmente entre los siglos XVI y XVII.

Para hacernos una idea del éxito de esta práctica basta contrastar dos datos: los Reyes Católicos, sabedores de los rigores de aquella elección, eximieron a las emparedadas de las habituales cargas tributarias. Aunque el favor real fuera atractivo, coincidirán con un servidor en que el sacrificio era mayúsculo.

Aún así, en Valencia fue tal el desarrollo de este modo de vida que en 1566, Martín de Ayala, arzobispo de Valencia, prohibió en sínodo diocesano nuevos emparedamientos. Consecuencia de este veto fue la creación de beaterios, espacios mínimos que podían congregar un pequeño número de emparedadas en un mismo recinto.

Los beaterios solían estar sujetos a alguna orden, destacando la tercera de San Francisco, que por ejemplo gestionaba el de la Parroquia de San Lorenzo de Valencia, procurando una mayor asistencia corporal y espiritual a las emparedadas.

Con el paso del tiempo, el consueto emparedamiento individual volvió a funcionar en toda la ciudad, con el beneplácito de las más notables autoridades eclesiásticas, caso de San Juan de Ribera. Recibían el nombre de ancilas (similar a sierva o esclava), o beatas. Eran mujeres a las que se les presuponía entonces un insuperable espíritu de devoción, unas virtuosas de la espiritualidad que se entregaban al mayor desafío predicado por nuestros oradores: el abandono de los bienes materiales, del mundo. Antes de seguir leyendo recuerden que el pasado es un país extranjero. Les advierto porque cuesta creer que también se encerrasen a menores para que realizasen ejercicios ascéticos y de mortificación, siempre con el visto bueno de sus progenitores.

Pero como ya se ha dicho, eran mujeres las que afrontaban tal destino. En concreto solteras y viudas, aspecto que refleja el limitado y conocido porvenir que durante siglos ha sufrido el sexo femenino, matrimonio o convento. No estar casada en la Edad Moderna no era una opción bien vista. Tal calamidad social se reflejaba en los textos. En 1796 F. de Guijarro publicó en Valencia un manual monolingüe del castellano donde incorporaba parte del refranero de la época. Uno de ellos resulta sintomático: ‘Viuda lozana, ó casada, ó sepultada, ó emparedada’. Sin comentarios.

En este habitual ejercicio de ascesis laica no faltaron monjas como la franciscana Madalena Calabuig, quien vivió más de 25 años en el beaterio de San Lorenzo. Sor Madalena es referida como Ministra de las Emparedadas de la citada parroquia en un libro de cuentas a tenor de unos gastos para su manutención.

Lo más común era que la misma penitente -o su familia- sufragaran los costos referentes a una vida que, como hemos visto, podía demorarse durante décadas, si bien algunas desistían de su enclaustramiento con el paso de los años. El pago de aquella manutención frugal podía ser en efectivo o mediante la donación de bienes en forma de tierras, obras de arte, etc.

Además de en la capital, son muchas las poblaciones del antiguo reino donde se realizó esta práctica, caso de Onda o Bocairent. La gran mayoría de estos ínfimos espacios de encerramiento eran de obra nueva, erigidos aprovechando algún pequeño muro saliente de iglesias y monasterios. En el mejor de los casos se abrían dos ventanas, una al exterior -por la que podían recibir algún tipo de alimento- y otra al templo, para que la emparedada pudiera seguir los oficios litúrgicos.

También hubo emparedamientos adosados a obras públicas como puentes o murallas. Cronistas como Boix narraban a mediados del XIX donde se hallaban antaño, diseminados por la ciudad, estos emparedamientos, ya entonces desaparecidos. No obstante, las imágenes de este reportaje les ofrecen un recorrido por algunos de los edificios donde aquellas mujeres, voluntariamente, vivieron en la más profunda oscuridad: en un voto de tinieblas.