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Dentro de la Seo se representaba la imagen bíblica de las lenguas de fuego sobre los apóstoles
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El desastre sirvió de punto de inflexión para facilitar la entrada de las formas renacentistas italianas
«Diumenge a .XXI. de maig, dia de Cinquagèsima, any .LXVIIII.º, lo dit dia fonc feta Palometa en la Seu de València, e en la nit, a .XI. ores, se mès foch en l’altar major de la dita Seu, hon se cremà tot lo retaule, que era d’argent, e part de la Maria e del Jesús, e .XXXXIIII. draps d’or que staven en la empaliada; fonch tret lo Corpus miraculosament. Lo molt gran dan e mal que ha fet lo dit foch en la Seu no.s pot stimar.» Estas palabras las escribió a finales del siglo XV Melcior Miralles, célebre religioso que tras estar al servicio de Alfonso el Magnánimo desarrolló diversos cargos de prestigio en la Catedral de Valencia hasta su fallecimiento en 1502. En alguna otra ocasión les he hablado de su «Dietari», editado por primera vez por Josep Sanchis Sivera. Se trata de una obra que, entre otros méritos, da luz fehaciente sobre los acontecimientos ocurridos en la Valencia que Miralles vivió.
La noticia que transcribimos al inicio hubiera sido portada de cualquier periódico de la época si este hubiera existido. Un incendio en la Catedral de Valencia. No en cualquier parte de ella, sino en el altar mayor, donde las miradas de toda la feligresía se concentran durante la misa. El lugar donde se representa el sacrificio de Cristo, sin duda el hecho que durante siglos fue considerado el más trascendental de la historia de la Humanidad. Aquel fuego que devoró la entraña de la seo valenciana se produjo un día como hoy, aunque la fecha fuese otra, concretamente, un 21 de mayo. Si se fijan en la transcripción, comprobarán que fue durante la misma celebración cristiana que conmemora el calendario litúrgico esta jornada dominical. Fue en Pentecostés, cuya traducción literal en valenciano sería Pentecosta o Pasqua de Quinquagèsima, el término empleado por Melcior Miralles. De hecho, el incendio fue a causa de una función parateatral que representaba el acto fundamental de aquella festividad, la venida del Espíritu Santo en forma de la ya entonces tradicional paloma; la «Palometa» que cita el antiguo capellán de Alfonso el Magnánimo. El amor del pueblo valenciano por los fuegos artificiales tuvo ese día desastrosas consecuencias. Por fortuna, y aunque ingentes, sólo materiales. Desde aquel momento se prohibió indefinidamente el uso de pirotecnia en el interior de la catedral valenciana.
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En la liturgia cristiana, Pentecostés es la fiesta del quincuagésimo día después del Domingo de Pascua de Resurrección, el epílogo del tiempo pascual. Hoy menos famosa, durante siglos fue la tercera celebración religiosa más importante, sólo por detrás de la Pascua y la Navidad. Como tantas otras fiestas cristianas se trata de una adaptación de una conmemoración hebrea, sin embargo, es uno de los pilares fundamentales de la Iglesia. Tanto, que puede considerarse el inicio de esta, o al menos el de su universalización. Así se narra en Hechos de los Apóstoles: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos juntos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados, y se les aparecieron lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba habilidad para expresarse».
Dejando a un lado su enorme trascendencia doctrinal, les propongo cotejar el relato de Miralles sobre lo acaecido en nuestra catedral con la parte inicial del pasaje bíblico. Aquel domingo 21 de mayo de 1469, día de Pentecostés, se hizo la celebración de la «Palometa». Gracias al prolífico trabajo de Sanchis Sivera podemos hacernos una idea sobre el desarrollo del mencionado evento, ya por entonces de gran arraigo entre los valencianos.
Entre el desaparecido coro (próximo al centro de la catedral) y el altar mayor se construía un catafalco de madera, un escenario sobre el que se ubicaban cerca de una treintena de personas con diferentes roles: judíos, peregrinos, ángeles, la Virgen María, María Magdalena. Muchos de ellos protegidos con caretas. Entre los allí elevados destacaban doce hombres ricamente ataviados que encarnaban los apóstoles, fácilmente reconocibles para el público por llevar diademas doradas. El aparato escenográfico incluía el forrado de las paredes del cimborrio con telas que emulaban el cielo. Tras uno de esos tejidos se hallaba una figuración de la paloma -de madera y papel- que evocaba al Espíritu Santo.
En un momento determinado, el estruendo que narra la Sagrada Escritura se reproducía con el lanzamiento de bombardas y otras armas en el exterior de la catedral. En el interior, los asistentes, ya sobrecogidos por el ruido, observaban atónitos como una de las telas que emulaban el cielo se abría. De esa brecha aparecía la «Palometa», repleta de cohetes encendidos e impulsada por un sencillo pero efectivo mecanismo hacia el catafalco señalado. Simultáneamente, alrededor de la paloma una serie de poleas hacían descender un importante número de «cresoletes» encendidas, también en dirección a la tarima. Estas candilejas eran las lenguas de fuego que anunciaba el episodio evangélico. En resumen, todo un espectáculo que hacía más tangible el misterio bíblico.
Lamentablemente, en aquella celebración de 1469 alguna chispa se dirigió hacia el retablo del altar mayor, que aunque de plata, se sostenía y se decoraba con partes en madera. El retablo fue pasto de las llamas. También parte de la escultura de la Virgen que lo presidía. Esta imagen corrió mejor suerte gracias a la intervención de un testigo.
En otra de las noticias que dio Miralles referentes al incendio se señala la osada actuación de un insospechado héroe: «. e la Verge Maria se cremà e.s fonch de mig loch en aval; e hun esclau negre que dien Lançalot, lo qual és de mossén Perellós, muntà damunt l’altar e près la dita hymatga de la Verge Maria e la trech del foch». Parece que el valor del esclavo fue justamente recompensado. El cronista valenciano Gaspar Escolano escribiría a principio del siglo XVII que aquel incendio le cambió la vida a Lançalot. Escolano apuntaría que tras el noble acto, los clérigos pagaron su libertad y el propio rey (Juan II) le concedió un importante cargo. Pasó de ser un siervo al servicio de un noble a convertirse en subalcaide del Palacio Real en Valencia. Los daños no sólo afectaron al carísimo y desaparecido bien mueble, también a un conjunto de pinturas sobre tela de gran valor material y artístico, a los tejidos de hilo dorado que emparamentaban las zonas próximas al retablo mayor («43 draps pius bells que eren en la seu»), así como la policromía de los muros y la bóveda de la catedral, ricamente ornados como era costumbre. Más pronto que tarde, aquel desaguisado económico se resolvería. Además, para los fieles, lo verdaderamente importante es que «fonch tret lo Corpus miraculosament».
Arte renacentista
Pocos días después del fuego, el cardenal Rodrigo de Borja recibía una carta de los Jurados de Valencia en la que se daba cuenta de la desgracia acaecida en la Catedral. En la misma misiva se solicitaba al futuro papa que concediera una serie de medidas cuyo fin último era recaudar fondos para la reparación de la calamidad. En primer lugar se recompuso la imagen maltrecha de la Virgen. A continuación comenzó la prolongada elaboración del nuevo retablo (finalizado en 1506), también en plata. Por cierto, este último también fundido a la postre en 1812 para convertirlo en moneda. Lo que nadie podía imaginar es que aquel fuego de irreparables daños sobre lo que hoy referiríamos como patrimonio era también el punto de inflexión para el ingreso de las formas renacentistas procedentes de Italia. En este sentido, Valencia se ubicó en la vanguardia artística peninsular. Cuando el siempre ausente obispo de Valencia Rodrigo de Borja vino por fin a la ciudad (1472) trajo consigo dos pintores, uno de Nápoles y otro de Lombardía. La tarea de estos era emular el esplendor de las pinturas italianas que retomaban las formas del arte clásico, tal y como representarían poco tiempo después a los ángeles músicos de la bóveda de la catedral. La celebración de la «Palometa» pasaba en 1469 fue una clase acelerada sobre lo que ocurre cuando se juega con fuego. Se prohibió en adelante. En su defecto, algunos cronistas posteriores señalaron que el peligroso artilugio fue sustituido por la suelta de dos palomas reales cuando el oficiante cantaba el aleluya.