Con el viento a favor a ambas orillas del Atlántico, el centro derecha es hegemónico en la política europea. Diez de los veintiocho líderes que se sientan en el Consejo de la UE pertenecen al Partido Popular Europeo (PPE). Además, los conservadores participan en Gobiernos de coalición en otros cinco países. Entre los trece Estados donde no ostentan el poder, en Luxemburgo, España y Portugal fueron el partido más votado, pero resultaron relegados a la oposición por medio de pactos entre otras formaciones rivales.
Pero sin duda la mejor foto fija de la actual situación política continental es la Eurocámara, donde el PPE es la primera fuerza con el 28,23% de los votos, lo que le otorga 212 de los 751 diputados de un Parlamento cada vez más fragmentado por culpa de la irrupción de los partidos populistas y eurófobos tanto de derechas como de izquierdas.
Precisamente, esta mutación del sistema político europeo ha obligado al centro derecha a reinventarse en un escenario donde el bipartidismo es ya historia en la mayoría de países. La tradicional alternancia entre derecha e izquierda ha saltado por los aires y ha sido sustituida por una batalla entre la «vieja» y la «nueva» política. Ante la crisis de la socialdemocracia europea, que encadena derrota tras derrota electoral, la derecha se enfrenta ahora a movimientos populistas que se basan más en argumentos identitarios que ideológicos. Así, el francés Frente Nacional o el holandés Partido de la Libertad defienden un ideario ultranacionalista propio de la extrema derecha. Sin embargo, al mismo tiempo, abogan por la extensión del Estado del Bienestar y del proteccionismo económico, principios más propios de la izquierda clásica.
La irrupción de estos partidos y la habilidad que han demostrado para cambiar las coordenadas del debate político ha obligado a una mutación interna a los partidos tradicionales de centro derecha: las promesas de bajar impuestos y defender las libertades individuales ya no son suficientes ante un electorado cada día más fluctuante.
Excepcionalmente, incluso se rompe el tabú de pactar con la ultraderecha, como es el caso de Austria, donde el canciller Sebastian Kurz gobierna con el ultra Partido de la Libertad como socio de coalición con la agenda común de cerrar las fronteras del país a los refugiados.
Precisamente, en Alemania, la política de puertas abiertas instaurada por Angela Merkel en 2015 fue el toque de gracia para la Unión Cristianodemócrata (CDU) de la canciller, que desde entonces no ha conseguido recuperar la confianza de un electorado que sigue indignado por la llegada de más de un millón de solicitantes de asilo. El gran beneficiado de esta situación son los ultraderechistas de Alternativa para Alemania (AfD), que no solo han llegado a ser la principal fuerza de la oposición en el Bundestag, sino a hundir la estimación de voto de la CDU hasta por debajo del 30%. Para hacerles frente, la línea más dura del partido plantea volver a los viejos valores conservadores, abandonar las concesiones a los socialdemócratas y, con ello, reforzar el perfil del partido. Mientras que los más afines a la canciller, siguen confiando en su táctica de la paciencia: esperar lo más posible antes de tomar cualquier decisión importante.
En Francia, Los Republicanos (LR) también pasan por horas bajas, pero desde la oposición. François Fillon, su ex candidato al Elíseo, fue durante meses el favorito para suceder al ex presidente socialista François Hollande hasta que estalló el escándalo del empleo ficticio de su mujer, lo que condenó su campaña electoral al ostracismo y a ser directamente eliminado de la primera vuelta de las presidenciales de hace un año, un fracaso del que todavía la formación no se ha recuperado. Tras la salida de Fillon, el congreso de diciembre eligió al joven Laurent Wauquiez por una aplastante mayoría, si bien es cierto que no tuvo frente a él ningún rival de entidad.
Desde entonces son varias las voces que han criticado la deriva de Wauquiez a posiciones cercanas al ultraderechista Frente Nacional, especialmente en la cuestión migratoria. Muchos de los barones próximos al ala centrista del partido han abandonado la formación para incorporarse a la órbita de En Marcha, el movimiento político del presidente Emmanuel Macron, que logró llegar al poder seduciendo a los votantes tradicionales de LR y el Partido Socialista (PS). Las próximas elecciones europeas y, sobre todo las municipales, donde Los Republicanos siguen atesorando un gran poder, serán claves para marcar el futuro de Wauquiez, a quien le cuesta encontrar un espacio de relevancia entre el social liberalismo de Macron y el ultraderechismo de Marine Le Pen.
En la vecina Italia, el centro derecha lo representa Forza Italia (FI), el partido de Silvio Berlusconi. Inhabilitado políticamente, su líder no pudo presentarse como candidato a las últimas elecciones, en las que la formación consiguió el 14% de los votos, siete puntos y casi tres millones de sufragios menos que en la anterior cita electoral. Berlusconi, precursor del populismo tras su irrupción en política en 1994, acudió a estas elecciones en coalición con la Liga, de Matteo Salvini. El ex «Cavaliere» actuó como el rostro amable de la alianza y se presentó en Bruselas, donde antiguamente fue repudiado, como el garante del europeísmo de un eventual Gobierno de coalición.
Sin embargo, la Liga se adueñó de su discurso (centrado básicamente en la reducción de impuestos) y rompió el pacto entre la derecha para formar Gobierno con el Movimiento 5 Estrellas. Forza Italia (FI), con Berlusconi ya rehabilitado, votó en contra en la sesión de investidura y está realizando una oposición firme al nuevo Ejecutivo. Con la Liga disparada en las encuestas, en caso de celebrarse elecciones, FI perdería aún más apoyos.
Al otro lado del Canal de la Mancha, tras perder la mayoría absoluta en las elecciones generales de hace un año, el Partido Conservador británico, liderado por Theresa May, gobierna actualmente en minoría gracias al apoyo de los unionistas norirlandeses del DUP. La «premier» adelantó los comicios pensando que podría reforzar su liderazgo de cara a las negociaciones del Brexit, pero fue un órdago fallido. Con el 42,4% de los votos, los «tories» se quedaron con 318 diputados (perdieron 18) de los 650 de Westminster. La campaña electoral se vio completamente salpicada por las críticas que levantó una polémica propuesta para hacer pagar a los jubilados una cuota por los cuidados recibidos por parte de los servicios sociales. Se bautizó como «impuesto de la demencia».
En cualquier caso, en la práctica, no existe un programa electoral, ya que la agenda del partido y del Parlamento en su conjunto está completamente dominada por el divorcio con la UE que, según el calendario oficial, se hará efectivo el 29 de marzo de 2019. Si finalmente no hay acuerdo de salida con Bruselas, no se descarta que haya otros comicios donde puedan presentarse nuevos partidos políticos. Sin embargo, debido al complejo y poco representativo sistema electoral británico es muy complicado que nuevas formaciones o partidos más pequeños consigan representación en la Cámara de los Comunes.
Las reglas favorecen el bipartidismo. En las generales de 2015, por ejemplo, el UKIP obtuvo el 12,6% de los votos, pero sólo se tradujo en un escaño. Tras el triunfo del Brexit, la formación euroescéptica entró en declive y en las elecciones locales de mayo de este año desapareció prácticamente del mapa político, ya que la mayoría de sus votantes apoya ahora a los «tories». Con información de Rubén G. del Barrio, Carlos Herranz, Celia Maza e Ismael Monzón.
Fuente: La Razón